El año avanza y la violencia aumenta. El país
sigue siendo testigo de cómo se desangra la sociedad mientras desde los
despachos y oficinas encargados de tomar medidas lo que hay, si acaso, son
discursos.
Hay que entender que la muerte no es nada más
una cifra, cada vez más abultada, cada semana. Decir que en un mes matan a 500
personas, que en lo que va de año hay casi 700 presos muertos dentro de las
cárceles, o que ya pasan de 150 los funcionarios policiales abatidos es
quedarse corto ante la realidad. No se trata recitar cifras, ni de darle
carácter lúgubre unos números. Una muerte es tan lamentable como cientos.
Los jóvenes están a merced de la violencia. La
edad alrededor de los 13 y 15 años es la más vulnerable, cuando se encuentran
sin posibilidades de estudio, cuando el Estado no les da acompañamiento y
cuando el hampa se les presenta como un camino viable para ganar dinero y
estatus social. Ese panorama se pinta a cambio de robarles el futuro, pero eso
no se lo dicen. Son jóvenes que si se entregan a la vida del hampa quizá nunca
puedan tener una vida productiva ni una familia consolidada que contribuya a la
reestructuración social. Al contrario, tomarán lo que hemos llamado la ruta a
El Rodeo, o cualquier cárcel, a donde quizá vayan a parar para también desde
allí verle la cara a la muerte a diario.
La cárcel venezolana, tan podrida y aún más
corrompedora, recibe a venezolanos que han hecho mal (y a quienes caen sin
tener que hacerlo por un sistema judicial ineficaz) solo para hacinarlos en
lugares donde la corrupción, la violencia y el delito son normas. Se gradúan de
malandros, como bien dice el argot popular.
Por eso debemos lograr graduar chamos en las
escuelas, liceos, técnicos, universidades y el propio entorno social. Un niño
que recibe buena educación es un miembro menos de una banda delictiva. Pero
además, es alguien que le servirá al país. Cualquier venezolano que haga las
cosas bien le sirve a la sociedad.
Imagina que el país pierda buena parte de su
juventud a manos del hampa. Por ese camino en que estamos transitando no será
raro que la sociedad se quede sin recurso humano capacitado. Simplemente no
habrá suficientes jóvenes que asuman las riendas del país. La soberanía va más
allá de defender con un fusil las fronteras, algo que tampoco se hace bien con
este gobierno. La soberanía es que un país tenga la capacidad de tener
determinar su propio rumbo y sus propios logros. Eso no lo vamos a poder hacer
si no cuidamos nuestro recurso humano, si perdemos a quienes mañana tienen que
trabajar y producir.
Además, si los propios funcionarios públicos también
son arrastrados por ese deslave de la violencia, con policías muertos, con
trabajadores de cárceles asesinados, el miedo se apodera de la sociedad y
quiñen va a querer ser policía o funcionario después. Por si faltara más a
perder generaciones completas a manos del hampa, también se pone en jaque la
estructura del Estado. Se habla mucho del déficit de policía, pero si el
gobierno no es capaz de que los uniformados hagan su trabajo con el menor
riesgo posible nadie se va a querer inmolar así. Ser policía es una profesión
de riesgo, eso está claro. Pero tampoco es un suicidio.
El tema es uno solo: la violencia. Y la
respuesta es una sola: la educación. Educación como elemento de cohesión
social, de futuro. Es la importancia d la escuela y el liceo para la siguiente
generación y para evitar que los jóvenes se vayan a las bandas delictivas. Pero
también formación de adultos, de responsabilidad ciudadana, para la generación
del presente. Las soluciones no tienen que esperar décadas, pueden hacerse ya.
Caracas puede ser el primer ejemplo de ello.
En la capital, donde la alarma está sonando más fuerte, puede aplicarse una
nueva visión social para convertirla en una ciudad educadora, donde cada
espacio se aproveche para la instrucción de nuevas formas de pensamiento y
comportamiento, donde podamos rescatar los valores morales y diseñar los nuevos
que garanticen que aunque el mundo avance y las sociedades se reinventen, la
violencia siempre quede fuera.
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